miércoles, 29 de septiembre de 2010


Gabriel Fernández es un artista, y esta afirmación no debe ser tomada como un lugar común o una invitación a “ya no pensar en eso". No es un título, ni una cucarda que se exhiba en fiestas propicias, es una actitud vital, a veces dolorosa y siempre irrenunciable, pero que sobre todo, está sustentada por una obra plástica de un peso especifico enorme. No digo ésto sólo porque sus trabajos posean una belleza conmovedora sino además porque son capaces de contagiar y de enseñar.
Siempre me ha parecido importante y casi decisivo saber dónde se ubica el placer, en qué parte de la faena artística aparece ese torrente que vuelve justificable cualquier penuria que pueda acarrear el trabajo o la vida elegida.
Deduzco que Gabriel Fernández busca y halla ese placer en la forma. Ahí habita el principio esencial desde el cual el pensamiento logra desarrollarse. Digo ésto porque hay en su obra, una simultaneidad manifiesta con la divagación metafísica y filosófica, por lo que la superposición de trazos, cuerpos, estados y momentos nos definen o delinean el modo en que una idea se expande sobre sí misma y sobre otras para terminar ofreciendo a los ojos una maraña unívoca y completa, de una sólida estructura aunque múltiple en sus particularidades.
Los grabados y dibujos de Fernández nacen de un punto minúsculo que puede ser un ojo, un arco superciliar, los huesos de un hombro o una muñeca y se esparcen por la superficie hasta encontrar su completud y desde ahí parecen elegir un momento, pero no es un momento estático, vibran, se tuercen, nos ofrecen variables y nunca son una conclusión, sino un proceso que continúa en el próximo trabajo. Es por ésto que la relación entre uno y otro es tan estrecha y a la vez tan sutilmente distinta.
Los cuerpos son forzados a descontracturarse hasta el replanteo, rozando por momentos una fina abstracción que no es otra cosa que su propio origen.
La mujer que gobierna esa obra, es la misma mujer observada hace años, quizás la primera: domesticada, entendida, múltiplemente transitada; y el trabajo, una dominación de esa forma apasionante e inagotable para aquel que ha podido encontrar allí todo lo necesario para pensar y trabajar.
“Una mujer haciendo una pirueta cualquiera, es todas las mujeres de Fernández desplegadas en cientos de instantes y de obras.”
No podría asegurar que el artista sepa lo que en realidad significa su obra para el mundo, no sería extraño que se nos escapen la mayor parte de las señales que destellan estas obras, pero aun así nadie pasará indemne frente a ellas. Porque la calidad y la potencia están ahí volviendo este discurso mucho más disfrutable.

            Detenerse ante estos trabajos no es ni más ni menos que poder contemplar a un hombre pensando.



Fernando Rosas